jueves, 28 de enero de 2010

Y a todo esto, se perdió...

El primer y más difícil paso para resolver un problema es ser conscientes de que éste existe. Poder distinguirlo de forma clara y señalarlo veheméntemente de manera que destaque a nuestros ojos como lo hace el blanco sobre el negro. Tras esto, observarlo detenídamente, sin pestañear, como si tratáramos de memorizar cada una de sus partes para luego reproducirlo al papel. Ahora, se disecciona, sin escrúpulos ni cuidado, abriéndolo en canal, mostrando sus tripas para que nos revele de qué está hecho. Ya, sólo nos queda el objetivo de hallar una solución a la enfermedad.

El ser humano se ha caracterizado por la capacidad de sobreponerse a todo tipo de vicisitudes y contrariedades que el caprichoso devenir histórico le ha ido presentando en su camino. Hemos roto las cadenas del instinto y erguido la cabeza para mirar de frente el reto colectivo de vencer la adversidad. Esto, ha sido posible a que, muy a pesar de las religiones, ha exisitido el firme convencimiento de poder alcanzar cualquier propósito planteado, siempre contando con la esperanza como motor que mueve los engranajes de la solución.

Y es que estando claro que nuestro mundo se compone de una ¼ parte de tierra y de ¾ partes de conflictos... y siendo indudable que conocemos, identificamos y localizamos a la perfección el hambre, la miseria, las desigualdades sociales o la violencia allá donde miramos y no volvemos la cara... ¿Por qué entonces no nos ponemos manos a la obra y hallamos una solución? Simplemente porque para eso hace falta la esperanza de lograrlo, y a todo esto... Se perdió...
Aunque llegados a este punto, sería mucho más exacto decir que nos la han arrebatado los únicos que se benefician de que esto se vaya al carajo. Los mismos que se han esmerado en acabar con el sentimiento de colectividad del género humano, para imponernos un individualismo groseramente ególatra. Nos han grabado a fuego que las cosas son así y no podemos cambiarlas, que cualquier intento por lograrlo es inútil. Y lo que es peor, nos hemos convencido de que pensar en otro mundo como posible, es una utopía, palabra que les encanta escupirnos a la cara, con la que definen y condenan cualquier idea que disienta del modelo que imponen. Para ellos siempre es imposible, siempre es una quimera, siempre es nunca...
El mensaje en contra del cambio ha calado demasiado hondo en la conciencia colectiva y en el sentido común, que no es ni más ni menos que la filosofía de las masas (parafraseando a Gramsci), algo que a efectos prácticos imposibilita levantarnos y protestar como pueblo lo que unos pocos dictan como élite. Nos inculcaron demasiado bien eso de que " siempre fue mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer..."
Por lo que considero ya es tiempo de abandonar el infundado pesimismo que nos conduce diréctamente a la frustración y la inoperancia, tiempo de confiar de nuevo en nosotros mismos, de recordarnos que hemos dado nombre y sentido a las cosas y hasta al propio universo. Arrojar luz a nuestro futuro depende única y exclusívamente de que todos y cada uno de nosotros tomemos conciencia de que somos una única especie con las mismas necesidades y anhelos, siempre por encima de nacionalidades, clases económicas, credos y dioses.
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sábado, 16 de enero de 2010

Leyendas...

...Y fue entonces cuando el abuelo contó al nieto aquella mágica y fascinante historia que había escuchado con asombro años atrás sentado sobre el regazo de su padre. Una historia sobre mochuelos de vidriosos ojos y de plateada cola que habitaban en lo más alto del firme campanario de la aldea. Hacía tantos años ya de que hicieron de esas labradas piedras su casa, que circulaba un viejo chascarrillo afirmando que fue la iglesia la que se construyó debajo del nido. El relato, proseguía asegurando que el día en que las rapaces aves abandonasen para siempre su privilegiado pedestal, se abriría el suelo entre ensordecedores temblores y el pueblo quedaría engullido tras el largo bostezo de la tierra, exactamente como así ocurrió...

Esta leyenda quedó sepultada en el olvido hace mucho tiempo, tanto, que ya nadie recuerda el nombre de aquel pueblo. Sin embargo, donde yo vivo, sigue habiendo leyendas que permanecen vivas, si bien no tan fantásticas como la anterior, igual de increibles a los ojos de alguien que vive por estos lares. Una de las más oidas sin duda es la historia de una hermosa playa, escondida tras un brazo de tierra que acaricia el mar, la llamaban “ de los ladrillos” y de ella se dice que tenía el agua más clara y limpia que nadie pudo nunca ver. De su templada arena se cuenta que era tan fina que desaparecía en la palma de la mano.
Otra de las historias, narra la existencia de hombres de arrugada tez, hechos al sol y la sal que desafiaban el mar desde frágiles naves. De sus curtidas manos nacían interminables redes que arriadas recogían la riqueza de una bahía llena de vida. En la ciudad se les llamaba pescadores y al parecer se les veía por todos lados, incluso atracaban sus barcos en el mítico río que la imaginación popular también inventó. Un río hecho de miel que dividía la ciudad en dos desde hacía siglos, la Villavieja y la Villanueva, donde se levantaban casas tan blancas que se confundían con el crepitar de las olas.
Fijense cuántas leyendas tiene mi ciudad, que hasta existe una que cuenta que aquí había librerías donde podías encontrar obras de los poetas más ilustres que nuestra tierra dio, asegura además que había hasta cine, pero no uno, sino varios: el Almanzor, Fuentenueva, Lis , Magallanes... Los hay incluso que exagerando sin duda alguna, afirman con total rotundidad que incluso había algunos que permitían ver con delicioso placer la luz de las estrellas.

Si me esforzara un poco podría recordar unas cuantas más, pero no quiero aburriros, os diré, eso sí, que todas tienen en algo común, mi ciudad aparece como un sitio construido por la gente y para la gente, modelada por la misma y que no excluyente. Yo, por mi parte, nunca termino de creerme estas historias, porque aunque en teoría hablan de mi ciudad, sé que no lo es, porque la mía vive lejos, muy lejos del mar. Porque sus edificios, altos, grises y de lánguidas sombras ocultan el sol engullendo a las personas, quedando condenadas a deambular por calles cada vez más solitarias , entristecidas por culpa de una ciudad yerma y moribunda que ya no les pertecene.
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martes, 12 de enero de 2010

El ritual de madrugada


Inevitablemente, y a pesar de los años, hay hechos, situaciones y costumbres que aún perteneciendo al reino de la infancia, siguen encontrando en nuestra madurez una continuidad que se repite casi por inercia, podriamos decir que han pasado a ser rituales cuya respuesta a la pregunta de por qué los practicamos se olvidó allá donde empieza la infinita imaginación de un niño.

Qué duda cabe de que gran parte de estos episodios ceremoniales tan cotidianos en nuestro día a día tienen en la inmensidad de la figura materna su origen, en esa persona que nos enseñó que tras el vaso de leche no osaramos a comernos una naranja, y que dejó bien claro que antes de empezar a enjabonarnos la cabeza había que hacer lo propio con el cuerpo. En mi caso, antes de sucumbir por completo al plácido sueño que sólo poseen los niños, mi madre surgía de entre la oscuridad de la noche para regalarme un cuento que me sirviera de antorcha allá donde quiera que vamos cuando dormimos, porque a buen seguro ese lugar es un lugar oscuro (de ahí que nos cueste tanto recordar lo que soñamos). Desde entonces tengo la necesidad de leer antes dormir. Este es mi ritual. El mismo que noche tras noche cumplo y que me llevó a leerme recientemente y de muy entrada madrugada La Carretera de Cormac McCarthy.
Fue mi hermano mayor quien me dijo escuetamente: Toma, llevátelo. Está muy bien. Se lee en una pasada, y me lo agradecerás... Tenía razón en todo “menos en que se lo iba a agradecer”, porque si algo bueno (o malo) tiene mi ritual, es que después de cerrar el libro y que este monte guardia en la mesita de noche, tienes la oportunidad de saborear una y otra vez todo lo que has leido... el problema reside en que la digestión de esta obra no es fácil.
He de decir en honor a la verdad, que lo leí en dos madrugadas, y que fue en la segunda de ellas cuando noté ese escozor que se produce en el pensamiento con el descubrimiento de la verdad de las cosas, esto se debe a que tras la primera y única parada en mi lectura, tan sólo me quedé con el aspecto formal del libro, con la historia de ciencia ficción en la que un padre y un niño anónimos deambulan en un mundo postapocalíptico, arrasado por completo, donde los ríos arden en cenizas y los árboles ya no se yerguen orgullosos, sino que se evaporan en el viento helado, el mismo viento que domina los interminables páramos yermos donde alguna vez hubo tierras de cultivo. En semejante mundo comer es un acto de carroñería, en el mejor de los casos, y de antropofagía en el peor, la esperanza una pesada carga y la compasión, el amor y otros sentimientos excepciones, que sólo se encuentran en el recuerdo de una humanidad, que sino extinta, está apunto de expirar.
Los protagonistas, carecen de una verdadera motivación para continuar el tortuoso camino marcado por carreteras que hacen las veces de arterias atrofiadas de un mundo muerto. Y es que seguir con vida, no es una motivación, es un instinto, lo que destruye cualquier tipo de esperanza.
Esta es la historia de ciencia ficción que me enganchó la primera madrugada y también la crónica desgarradora que me atormentó la segunda, porque si bien el primer día sentí al cerrar el libro la agradable sensación de que aquello era tan sólo ciencia ficción, el segundo comprendí que este ejemplar
sólo es ficción en este lado del mundo, que si lo lees fuera de él, la ficción torna en realidad. En ese otro mundo la gente sigue pasando hambre, frío y soledad, huye de otros iguales que enfermos de avaricia devoran todo lo que está a su paso, en ese otro mundo los niños no quieren ser de mayor, porque los niños sólo existen en la inocencia de este mundo, allí sólo existen hombres...

http://es.wikipedia.org/wiki/Cormac_McCarthy
http://www.cormacmccarthy.com/

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lunes, 4 de enero de 2010

HARINA DE OTRO COSTAL

La opinión pública y los medios de comunicación, han puesto el grito en el cielo al salir a la luz la decisión adoptada por algunos gobiernos de permitir realizar “escaneres” a los pasajeros en los aeropuertos, mostrando a éstos como sus madres los trajeron al mundo.

Desde aquí podríamos fácilmente abordar el tema como una cuestión de renuncia a libertades a cambio de algo etéreo y poco tangible llamado, seguridad. Sin embargo permítanme que haga otra lectura de la noticia. Esto es, la clase política una vez más juega a dirigir y controlar la vida diaría de los aturdidos ciudadanos desde sus despachos, sin importarles si ésta o aquella ley viene a entorpecer aún más el día a día de los que sufren sus decisiones, y digo los que sufren, y aquí es donde quería llegar, porque ellos no acarrean con las consecuencias de sus nefastas políticas. ¿O se imaginan a un ruboroso miembro de la policía contemplar al presidente del Gobierno español en paños menores? Obviamente no, como tampoco es fácil imaginar al hijo de cualquier diputado o miembro de cualquier estamento gubernamental o autonómico asistiendo a un colegio público, dónde la falta de profesores y la cada vez menor inversión pública aumentan las diferencias entre los que asisten a estos centros y aquellos que asisten a las escuelas privadas y concertadas, alargando la brecha entre clases sociales. Siguiendo esta línea, visualicen si pueden, sé que es difícil pero traten de hacerlo, a Bono o Rajoy llevando a su suegra a la consulta del médico de cabecera, el mismo que, sin mirarles casi a la cara, les invita a solicitar un volante para ver al traumatólogo para dentro de unos cuantos meses, cuando quizá su rodilla ni lo necesite.
No quiero ponerme espeso poniendo ejemplos, pero no me resisto por lo hilarante del asunto, a que se figuren a cualquier político o retoño de éstos, en la cola del paro durante horas... Lo siento, es demasiado complejo para imaginar, sé que me he excedido...
Pero podríamos seguir citando numerosas ocasiones en las que los verdaderos problemas cotidianos que afectan al pueblo, es decir, la inmensa mayoría de la humanidad, no sólo son ajenos a nuestros representantes políticos, votados en su ocasión para solucionarnos todas las visicitudes, sino que además les importa un comino y les quedan muy lejos. Y es que para saber si a un plato que se está preparando le falta o sobra algo, hay que saber que se está cocinando pringándose las manos y probándolo, de la misma manera que para solventar el problema educativo, la violencia en las aulas o la sanidad y el paro, hace falta una casta política que lo pruebe y sepa qué se cuece en la vida real.
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