martes, 9 de febrero de 2010

Cincuenta años de indiferencia y una portada

Frío, sentía frío, y los harapos que tenía por ropa no contribuían desde luego a mitigar esa incómoda sensación. Los cartones, humedecidos por la lluvia, quedaban inservibles al otro extremo del cajero, siendo de entre todos, el cartón de tinto el único aprovechable. Pronto, éste, quedaría vacío, desvaneciéndose con sus últimas gotas, la falsa sensación de calidez que sólo produce el alcohol.

Frío, sentía mucho frío, y conciliar el sueño tranquilamente, olvidando vicisitudes y lamentos, era algo que ya no recordaba si no venía acompañado por el sopor de la heroína. La mirada perdida, imitaba el temblor de las manos y del resto de su castigado cuerpo, mientras que el pecho, describía un ligerísimo y pausado vaivén, exhalando un lastimoso quejido agudo que se diluía en el silencio de la madrugada. El cansancio se evidenciaba en cada gesto, y aún más en el pesado aletear de sus párpados. No podía alvergar la más mínima intención de levantarse y ponerse a aparcar coches para ganarse unos duros y pillar más jaco, que va, en ese momento eran ganas de intentar apagar el sol...
Derrotado, así se había acostumbrado a aguantar el transcurso del tiempo que como concepto o realidad carecía ya de sentido alguno durante estas interminables noches, pues al fin y al cabo... ¿Quién puede contar la eternidad? ¿Quién puede percatarse del macabro baile de horas, minutos y segundos sumergidos en la angustiosa espiral de la monotonía? ¿Quién necesita de un reloj cuando siempre es la hora de nada? Por eso, les ruego no se extrañen si no me atrevo a afirmar exáctamente y con certeza cuánto tiempo después, ya acurrucado en el suelo y tras mucho bregar y maldecir, alcanzó a dormirse para reencontrarse con aquella extraña y bizarra pesadilla:
En su fascinación, no se veía a sí mismo en la distancia como a menudo nos suele pasar a todos cuando soñamos. No, aquí, todo su yo quedaba escondido tras los ojos, exáctamente como se contempla la vida real. Corría y corría sobre una alfombra verde de hierba rematada por cientos de flores, en busca de una pelota que giraba y giraba delante de sus narices y a pocos palmos, pero que nunca llegaba a alcanzar, por más que alargara sus brazos o lanzara zarpazos que atravesaban el aire.
Pronto hacía acto de presencia un angustioso jadeo, acompañado a su vez por el frenético y desbocado latir del corazón, lo que se añadía al intenso y afilado dolor en el costado, una molestia que cada vez era más acuciante. No obstante y aún así, su empecinamiento era tal, que continuaba la carrera muy a pesar de la fatiga. Lo más extraño de todo ocurría cuando el cansancio y el dolor se hacían insoportables. Entonces el suelo iba tornando de color y forma hasta convertirse en un espeso y farragoso caudal de alquitrán caliente que lo retenía exhausto. La pelota, ajena a esta metamorfosis se perdía allá en la lejanía de un horizonte carmesí donde el cielo confrontaba su furor sangriento con la tenebrosa umbría del firme de alquitrán. Y así fue que inmóvil, casi inerte, le estallaba esa sensación de impotencia y rabia que terminaba en un grito sordo despertándole del ensueño para abrir los ojos y encontrarse de nuevo con la realidad.

Tres figuras borrosas se alzaban ante él cuando una rápida patada en su boca le trajo el férreo gusto de la sangre a los labios. Otra en su estómago provocó una fuerte tos que le hizo expulsar el par de dientes que le habían arrancado del golpe. Pero ninguna de esas dos patadas le dolió tanto como el garrotazo propinado con el bate de béisbol en su espalda, un intensísimo rayo de dolor que recorrió cada poro y cada nervio de su cuerpo, obligándole a realizar un penoso escorzo que le asemejaba a una figura apunto de ser devorada por una gigantesca serpiente. Toda una lluvia de golpes y rugidos iban y venían lanzándose sobre él con toda la furia posible. La grima de sus chillidos se confundía con las risas e improperios de sus verdugos. El suplicio había pasado de ser colosal a ser infinito.
Sin oxígeno y sin aire, tan sólo podía esperar a que cesara la violenta tunda. Repentinamente, un nuevo tipo de dolor, diferente al ya experimentado, mucho más incisivo y hondo, semejante a un escozor húmedo e incandescente, penetró hasta el interior de su cuerpo a través de sus heridas. Le bañaban en gasolina, pudiendo sentir ese característico olor dulce y empalagoso que contrastaba con el metálico sabor líquido. Mientras, con los ojos cerrados, y en el suelo, se movía penosamente trazando un patético balanceo al unisono con sus lamentos... Súbitamente, el chasquido del fósforo contra el rugoso dorso de la caja, le hizo dirigir la triste mirada hacía la estela que dibujaba en el aire la cerilla, pudiendo adivinar cual sería su fatal trayectoria. Lo demás fue todo luz y calor. El frío, había desparecido por fin.

Al día siguiente fue todo un escándalo, el crimen estuvo en boca de todos y en portada de la totalidad de los medios de la ciudad y la región, incluso a nivel nacional se hicieron ecos no pocos telediarios y periódicos a través de su macabra sección de sucesos, ofreciendo crónicas lacrimosas e imágenes exclusivas del cadáver calcinado y abigarrado.
- ¡¿Cómo es posible que haya gente con un corazón tan despiadado para asesinar a un pobre indigente?! - Se preguntaban todos clamando al cielo por tan execrable crimen.
- ¡Prender fuego a un vagabundo! Eso es de cobardes. - Vociferaron otros muchos desde sus columnas de opinión.
- ¿A dónde vamos a llegar, es que no existe la compasión de Dios? - Imploraron los creyentes.

Sin embargo yo no me alarmo tanto por el hecho de que tres individuos repugnantes golpearan y prendieran fuego a un pobre hombre, aunque lo condeno y rechazo de la manera más enérgica, por supuesto. Yo, me alarmo porque vivimos en una sociedad capaz de infringir golpes durante toda una vida a un ser humano despojándolo hasta de su dignidad. Me alarmo por vivir en una sociedad a la que no le tiembla el pulso ni el alma al arrojar todos los días al mismo ser humano a la hoguera del olvido, la marginación y la indiferencia, donde las llamas abrasan más que el mismísimo jodido infierno.
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